Abuelo

Y eso quiero resaltar: no lo bien que hiciste tal cosa particular, no lo bueno que nos regalaste aquel día aislado y memorable, no lo que dijiste en tal ocasión. Lo que yo quiero resaltar es la totalidad de lo que fuiste. La persona completa, íntegra, maravillosa, digna, honorable. He conocido mucha gente materialmente "mejor" que tú y, de hecho, sería cierto decir que yo mismo estoy “mejor” que cuando tú tenías mi edad. Después de todo, he viajado constantemente, he podido comer en restaurantes con mayor frecuencia que tú y alguna vez tuve la extraña oportunidad de atragantarme de manjares en algún insípido resort caribeño, uno de esos en los que ponen música para idiotas a todo volumen y te tratan de forma acartonada y antiséptica. Aun así, todavía no estoy ni cerca de alcanzar tus alturas. Me refiero a esas alturas sin atajos, para las que los dólares son irrelevantes.
La suerte que tuve: por una cuestión estadística era más probable que terminara compartiendo esos años de crianza con algún abuelo cascarrabias, uno autoritario del estilo “porque yo lo digo” o con alguno de esos viejos promiscuos que llamaron “libertad” a vivir bajo la esclavitud de sus entrepiernas, y que, aún habiendo engañado a la abuela, son recordados por sus descendientes pusilánimes entre risas chabacanas. Tú fuiste superior. Hay gente que llega a tener el pelo blanco y que nunca aprendió nada y, por otro lado, estás tú, descrito en uno de los Proverbios: “Corona de honra son las canas, cuando el anciano anda por el camino de justicia”.

Si la herencia es algo exclusivamente material, entonces lo que a mí me tocó fue una casetera destartalada y unos libros. No hay más: en tu vida recibiste una materia prima exageradamente precaria y la llevaste materialmente hasta donde pudiste. Lo interesante aquí es que yo podría acumular toda la plata del mundo y, aún así, no tengo cómo pagarte lo que me diste. Tus lecciones en silencio, tus palabras, tu amor sólido como el suelo: en algún momento, el único suelo que podía pisar, porque todo lo demás temblaba. Y tú sabrías bien que con esto no intento romantizar la pobreza: hay gente admirable que hace dinero de manera honesta y se merece aplauso. No obstante, nunca fui ciego a la existencia de esos palacetes de mármol construidos con la corrupción de gente que vivió toda su vida arrodillada y que atragantó a sus hijos de pan sucio bajo la justificación de estar persiguiendo un bien superior. Dios nos libre.
Mientras escribía esto se me viene a la mente una imagen particular: aquel día de 1995 en el que me llevaste de la mano al Lawn Tennis, a jugar fútbol por primera vez. Yo tenía 7 años, vestía una camiseta roja y lloré del miedo a la incertidumbre. Desde ese momento, me llevaste a cada entrenamiento, me compraste los chimpunes y, poco tiempo después, íbamos los fines de semana a los campeonatos en Ventanilla (y, otro poco tiempo después, era capitán y campeón nacional, antes de las operaciones por el tumor al oído). Gracias por tomar mi mano ese día de 1995. Gracias, en realidad, por haberla tomado siempre. Y gracias, también, porque es como si la siguieras tomando.

En esos cálculos infructuosos que hago, me pregunto cuánto habrás tenido que ver con que hoy Victoria tenga la inteligencia superior, la fuerza, la nobleza y la determinación que tiene. Por más trillado que suene, la falsa humildad nunca fue nuestro fuerte y, mientras reconozco que soy y he sido un padre extraordinario todos estos años, también me pregunto cuánto de todo esto es efecto del amor que me diste. Por eso, mientras el cobarde contemporáneo, condescendiente a las modas sociológicas de su tiempo, se arrodilla, repite eslóganes y pide perdón por ser hombre, prometiendo que será una “nueva masculinidad”, yo quiero mirar hacia atrás, hacia tu vida y, sin dejar de ser yo mismo, integrar en mí ese honor y esa responsabilidad que brillaban en ti, que fuiste siempre un hombre de verdad.
Faltan muchos años, pero nos veremos al Amanecer, Naldo. Será en ese lugar en el que me estás esperando.